Erase un día, una mujer, que a menudo soñaba con un lugar de fantasía.
En el sueño se encontraba sola, bajo un cielo profundamente gris.
Creía que el cielo era gris por que en alguna parte del lugar, había un lago lacrimógeno. Todas las lágrimas viajaban arduamente hasta desembocar ahí.
El cielo era gris por que era el reflejo del lago, el lago era gris por que era el reflejo del cielo.
A la derecha,en la punta lejana, había un árbol. Un árbol sin hojas.
Un árbol cansado y viejo. Le colgaban hilos blancos con mariposas azules atrapadas. Sus raíces
eran tan largas, tan duras, que se entrelazaban formando un tejido que se transformaba en un suelo. Húmedo, frío, confuso. Extraño.
Las mariposas no eran más que un simple retrato de la ilusión, de la esperanza.
Dicha mujer, no emprendía el lugar, le costaba caminar sobre un suelo tejido, el aire se filtraba lentamente por su garganta. Respirar era difícil.
No sabia como ni por que el sueño se repetía cada vez que a sus ojos se le escapaba la luz.
Una mañana al despertar exaltada por aquel sueño ocurrente, abrió los ojos, y la luz no volvió.
Estaba despierta.
Estaba en el mismo lugar.
Cerro los ojos con más fuerza. Se abrazo a si misma con violencia.
Sus ojos se abrieron más grandes que nunca.
Aterrada.
Compredió.
La mujer se había tragado el cielo. La mujer se había tragado el lago de lágrimas.
La mujer se había tragado un manojo de ideas, esperanzas, sueños, locura, que hicieron crecer un árbol. La mujer no podía respirar por que las raíces crecían en un interior.
Estaba nadando adentro suyo.
La mujer se había tragado todos esos días grises.