Algunas veces la noche tomaba posesión de su cuerpo y se escondía en ella. Era profundidad, era oscuridad, era un destello de luz: Estrellas.
Había visto el frío volando en su pelo, entrelazado, mezcladose con lo gris, con lo blanco, con lo invisible.
Había visto: sueños violetas, la lluvia opacando el día, tijeras, arcoiris, espejos, la brisa, ilusiones de cristal -rompiéndose-, cartas de amor sin destinatario, fuegos artificiales, libros de palabras vacías, burbujas, suaves mariposas pintando caminos inciertos, y el cielo cayéndose... esos algodones de azúcar flotando en el suelo.
Había aprendido a dibujar (sus) besos, a destapar recuerdos guardados en botellas, a suministrar pequeñas dosis de alegría, a dibujar con aire crepúsculos dorados, a construir castillos de papel para quemarlos y tirar las cenizas al mar, liberarlas, para que la marea las deje ser, transportándolas tan lejos como quisiera. A curar sus rodillas después de una caída. A depositar en el viento una caricia, para que al rozar un cuerpo una sonrisa ilumine un rostro.
Había entendido que sin luz no hay oscuridad. Que sin cielo no hay libertad, que sin sombras no existe el miedo, que en la locura siempre hay algo de razón.
Había descubierto como mirar más allá de la mirada.
Esos ojos eran como la luna, grande, líquidos y puros.
Mientras su pelo se volvía gélido, cerraba los ojos... pero aún así aquellos ojos hacían presencia.
Por un momento le pareció verse tal como era, ahí en lo líquido.
Estaba caminando sobre sus ojos, doliéndose dentro de la luna.